El radón (222Rn) es un isótopo radiactivo de origen natural. Está formado por una combinación de protones y neutrones que no es estable, por lo que, con el tiempo, se transforma en otro isótopo más estable que él. En este proceso de transformación se emite radiación con la energía lo bastante elevada como para ionizar (arrancar electrones) a la materia con la que interacciona. Esta radiación (emisión de partículas muy energéticas) es la que en cantidades importantes resulta nociva para los seres vivos.

Medir el radón en un ambiente interior consiste en determinar la frecuencia (decir cuantas veces) con la que se están produciendo estas transformaciones. Los físicos llaman a esta cantidad actividad y utilizan para cuantificarla una unidad que se llama Bequerelio (Bq) y que se corresponde al una transformación (desintegración) por segundo.

Como nuestro objetivo es determinar esta actividad en el aire, estas medidas se tienen que referir a un determinado volumen de aire. En este caso lo que estamos midiendo es la concentración (Bq/m3), actividad por unidad de volumen.

Tanto el radón como la radiación que se emite en su transformación no se ve, no huele, no tiene sabor. Al no ser capaces de detectarlo con nuestros sentidos, necesitamos utilizar detectores sensibles a la radiación. Desde el descubrimiento de la radiactividad hace más de 100 años, los científicos llevan diseñando y construyendo estos “ojos para ver la radiación”. Existen muchos tipos de detectores, dependiendo del tipo de radiación que se quiera estudiar.

El funcionamiento de los diferentes detectores se basa en la forma en la que la radiación emitida cede la energía que lleva a la materia que encuentra.

 

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